5 de Enero
Hoy tenemos un santo para admirar pero no para imitar.
En la antigüedad y hasta hace bien poco tiempo se creía que el cuerpo era una especie de prisión del alma y su enemigo natural.
Se decía que al cuerpo le encantaba eso de pecar y no perdía ocasión para llevarnos por ese camino. Era necesario echarle el freno a base de ayunos, penitencias y mortificaciones si no queríamos irnos directamente a las calderas de Pedro Botero.
Simeón pensaba así. Sin embargo, desde bien jovencito, estaba dispuesto a ser santo. Así es que le declaró la guerra al cuerpo y sus bajas pasiones.
En un primer momento entró en un monasterio pero sus penitencias eran tan extremas que el abad se asustó pensando que nuestro santo espantaba a los posibles aspirantes con la dureza de su vida (tengamos en cuenta que usaba un recio cilicio y comía un solo día a la semana); así es que, muy amablemente le mostró la salida y le dijo que marchara con Dios.
Visto el éxito, Simeón se retiró a vivir en solitario en una caverna con mayor austeridad aún y mucha oración. Para más obligarse se encadenó a una columna y pasaba la mayoría del tiempo en oración.
Su fama de santidad se extendió como reguero de pólvora y a su columna acudieron miles de peregrinos de todo tipo, desde grandes de la época hasta las personas más pobres, para pedirle consejo.
Igual que hoy todos los niños quieren ser como Mesi o Ronaldo en esa época todos los anacoretas querían ser como Simeón y se dedicaron muchos de ellos a buscar el más difícil todavía como vivir encima de una columna o metidos en un hueco o en una cornisa peligrosa. No les sirvió de nada porque lo que buscaban era que los aclamara la gente.
Simeón sí se convirtió en San Simeón estilita (por lo de la columna) porque realmente lo que buscaba era entregarse al amor de Dios y de los otros.
Celes Tino
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